Excelentísimo Señor Presidente de
la República:
Pueblo:
Si me limitara, en este acto
trascendental en que un poeta--Joaquín Balaguer—propicia el más señalado
reconocimiento a otro poeta—el inmenso Gastón Deligne—a expresar la gratitud
individual de la familia Deligne, yo sería inconsecuente con la magnitud y el
profundo sentido estético y cívico de esta apoteosis en su aspecto
colectivo. Y es que el héroe, el sabio,
el santo, salen de la familia, la cual abandonan, para ubicarse en la
comunidad, la más larga y permanente de
las familias.
Conste, pues, el tributo de los
familiares de Gastón, pero mi palabra evocativa es el verbo de esta comunidad
agradecida a quien, en esta mañana, más que como Jefe de Estado, debemos
recibir como poeta.
Permanente sembrador, Gastón
Fernando, ¿Sembraría en la pampa de granito?
Era un oteador de horizontes patrios; buscador de esencias nacionales al
par de las esencias ecuménicas: desde los temas de la Colonia hasta los
desgarrados días republicanos de DEL PATÍBULO y OLOLOY. Desde la lira juvenil de SOLEDAD, enfrentado
a la escalofriante carátula de la Dictadura.
Trono mayor en OLOLOY—réquiem del tiranicidio—que surge entre sangre y
plomo, como una exhalación de fuego.
El que es así no es el mero
ciudadano, municipalmente ejemplar y familiar.
Deligne es el pueblo. Deligne es
dominicanidad. Deligne es uno de esos
hombres protagónicos que, si se me permite la agraciada expresión de Paul de
Saint Víctor al estudiar a Shakespeare, “debe incluirse en ese grupo
indivisible que forman Homero, Esquilo, Job Dante; esos primogénitos del
espíritu humano, esos hombres que dominan a las generaciones terrestres, como
Saúl se elevaba por encima del pueblo de Israel”...
Y si a este hombre—este
solitario, este atormentado, “el atormentado anacoreta que llevó, junto al de
su existencia el doloroso mal de ser poeta”, como melancoliza el soneto de
Armando Oscar—se le puede asignar entre nosotros, el lugar de Dies Pan entre
los olímpicos, “el Pan adorado por la antigüedad aún más que Júpiter, cuyo
pecho azulado reflejaba todas las imágenes de la tierra, todos los astros del
firmamento”—entonces, mi palabra, además de consignar un sentido familiar, debe
traducir, principalmente, el reconocimiento de toda una región y de todo el
país, por vuestra reivindicación de Deligne, salido hoy del olvido al conjuro
de vuestra alma de poeta, ya que portáis, en una mano, la lira; y en otra la
brumosa, la fértil, la fatigante espada del Poder!
Raro consorcio en la historia del
Poder Público de este país. ¡Un
presidente poeta! Lo cual explica por
qué surge ahora, en Santo Domingo, ennoblecido en piedra tallada, el poético y
audaz siglo 16: en casas, palacios, cancelas, campanas, altares, reclinatorios,
templos y fosos erigidos por España cuando intentaba establecer cortes
coloniales aquí, en la primigenia ESPAÑOLA; aquel fastuoso aparato que
frustrara el oro del continente para convertirnos en simple hato y vecindario
abandonado...
Decididamente, Presidente, el
retorno –la réplica viviente del siglo 16 que hacéis en piedra, en Santo
Domingo, es obra de poeta; ¿quién, de ser únicamente un gobernante sin un
férvido hálito de la poesía, habría recogido y hecho tallar, de nuevo, aquellas
piedras lustrales palpitantes de historia!!
Y eso hacéis aquí: por ser poeta—calidad más profunda y permanente que
la de gobernante--, levantáis la estatua del Maestro. Reparáis la indiferencia, de los propios
discípulos de Deligne, muchos de los cuales ascendieron la fragosa y urticante
montaña del Poder Público y olvidaron lo que debían y podían hacer: la
glorificación, en piedra o bronce, del cantor de “ANGUSTIAS” y “OLOLOY”.
Macorís vivió su vida principesca
cuya crónica parece una página de las Mil y una Noches; pero aquella embriaguez
de salones y fáusticos reinados le impidió transformar este burgo prepotente en
una gran ciudad con acueductos, drenajes sanitarios, puerto moderno, grandes
bibliotecas, grandes liceos. Le impidió
levantar estatuas a sus grandes poetas muertos: Gastón, Rafael Deligne,
Federico Bermúdez. Tampoco honró sus
grandes maestras: ésas, que se consumen enseñando, como esos cirios del templo,
quemados en unción a los íconos.
¡Maestras y olvidados poetas! Y
hoy asumís el rescate, porque sois poeta.
¿Qué pensarían nuestros
munícipes? Era la nuestra una sociedad
atolondrada y joven, moderna, --sin tradición.
Diríase que éramos un “nuevo rico”, ahíto, estérilmente, de poderes
adquisitivos. Efectivamente, la riqueza
azucarera nos transformaba: de una aldea
de pescadores a un gran “batey” cañero.
Macorís carecía de tradiciones.
No podía realizar el proceso histórico de otras ciudades del país. Sin embargo, fue la ciudad del mejor Ateneo y
la madre de los grandes poetas que, después del ciclo deligniano enseñorea el
Parnaso nacional: Pedro Mir, Domínguez Charro, Carmen Natalia, después de la
generación del Ateneo –especie de generación del 98--. Pero la ciudad de los poetas sin
estatuas. Una ciudad, después de la
ruina, en que el óxido haragán ennegreció los hierros de los barcos y el olvido
borró de nuestro cielo la efigie de nuestros grandes panidas. ¡Ese olvido lo
rectificáis hoy!
Esta apoteosis trae a mi recuerdo
a una mujer olvidada, digna también del bronce: Ángela Figueroa, la madre de
los Deligne. De su trato –ya
anciana—tengo el recuerdo de su pobreza, de su cuasi mendicidad, de su dulzura,
y evoco horas fértiles de juventud. Su
desolada vivienda sólo recibía una visita: los muchachos del Centro Literario
Hermanos Deligne: los hermanos Francisco y Eduardo Comarazamy, Andrés Francisco Requema, Francisco Domínguez
Charro, Luis De Wint, Miguel Duvergé, César McCabe y otros. Solíamos visitar aquella pobre vivienda—toda
dignidad y limpieza—donde el pan ácimo apenas cumplía las exigencias
materiales, en un pueblo que parecía haber olvidado a Gastón y ahora a su madre
desvalida. ¡Ángela Figueroa! ¡Olvidada! La que trajo a este mundo aquellos
dos faros de poesía y de saber: Gastón y
Rafael Deligne!! “Pero sí, la Piedad”!! como rezan los versos de “Del
Patíbulo”... Los entonces jóvenes del
Centro Literario Hermanos Deligne acudirían en busca de auxilios que
permitieran bien morir y enterrar a aquella procera anciana, que fuéramos a
rescatar, --para llorar con ella—a una triste vivienda de suburbio. ¡Lo que restaba de la estirpe de los Deligne,
a nuestro contacto, era aquella anciana y sus dos sobrinas, Carmita y Luisa,
hijas de Teresa Deligne, ya muerta. Y
habría podido llamarse a aquella, “mansión de dolores” con la expresión de
Tejera, al aludir a la casa de los Duarte, en Venezuela –en pobreza, en
abandono, en soledad. Noble estirpe, con
un prestigio que no había logrado macular ni siquiera la miseria. Aquellas damas , que lucían como flores
marchitas, todavía estilaban sonrisas y solían recitarnos versos de Gastón. El Maestro solía escuchar—me decían—sus
propios versos recitados por sus sobrinas.
Noble estirpe, dulce pobreza, versos eternos! Una generación—la que subsiguió al auge y a
la caída del azúcar—había olvidado al Maestro y a su madre, Ángela
Figueroa. ¡Faltó, entonces, un poeta
presidente!
Excelencia: venís a realizar siembra estética en esta
tierra hoy yerma. ¡Que sea próvida vuestra labor! Años
ha, desde las aulas del Colegio San Luis Gonzaga, separados del brazo
paternal del Padre Billini, vinieron a esta tierra que a la sazón luciría como un gran batey en medio de
esmeraldas de caña, los hermanos Deligne.
Acercáronse a ellos, después, maestros devocionales, tan afanosos como
los sembradores de las tierras, tanto como los bueyes que tiraban de las
carretas y como los estibadores del azúcar en ese puerto. ¡Consagrados maestros y maestras cuyos
hombres cayeron, fatalmente, en las profundidades del báratro del olvido! Llegaban hasta aquí las luces proféticas del
Instituto de Salomé Ureña al través de Anacaona
Moscoso, la maestra y madre, ejemplar, símbolo de aquella mujer
dominicana de la vieja República que lamentablemente vemos desaparecer como
algunas de nuestras faunas. (Recién
habéis honrado a esta maestra y es propicia la ocasión para que conste el
reconocimiento de esta comunidad a la cual estáis conduciendo a la
glorificación de sus signos germinales).
Venís en buena hora. Venís a sembrar trinos; a fortalecer la
esperanza de un Macorís disgregado, errante, que obedece a la ley de una
Diáspora, pero que todavía acuna el sueño de su tierra prometida. Os hablo emocionalmente del Macorís errante y
que hoy concita aquí este acto en que habéis levantado la estatua del
Maestro. Os hablo del disgregado
Macorís, lanzado como buena simiente en caminos foráneos que le impuso la
Basilea del Azúcar.
Levantáis esta estatua sobre el
mar—nuestro signo, pues somos el Macorix del Mar—y cerca de la tierra arisca y
estremecida que albergó los cadáveres de valientes montoneros del pasado: Ramón
Castillo, Ministro de la Guerra, atrapado en una red que parece urdida por un
Borgia, fusilado por Heureaux, frente a estos farallones, junto al mar; José Estai, Gobernador de Macorís bajo
Heureaux, fusilado por el mismo lugar y en la misma fecha. Y sobre este mismo
haz, muchos años después, recibió la descarga fatal otro pintoresco cabecilla:
Vicentico Evangelista, preso en la red de falsas promesas y seguridades,
personaje para romancero, en aquellas guerrillas que pusieron en jaque a los
“marines” de 1916: “gavilleros”, según los unos; y ahora, “patriotas”, según
otros.
Diríase que esta estatua del
Maestro Deligne la habéis ubicado adrede, en la tierra protagónica de su canto
“DEL PATÍBULO”, y acaso en el mismo lugar donde se escucharan las órdenes de
fusilamiento, cuando “la voz del Oficial
que se alza sola comandando el desfile casca el aire”...
¡Sí! Aquí. Bajo este sol, con
este aire de Mar. En este aire propio
para la libertad que servía al homicidio político, pero que hoy inflama nuestra
bandera y contempla la estatua del Maestro.
Relevante coincidencia: sobre
tierra trágica—sepulcro de montoneros—erigís la fértil estatua del poeta que es
como erigir la estatua de la paz. Lo que
en versos de Deligne equivale a “dar por corona a la guerra el olivo
redentor”... Y levantáis este símbolo en
la latitud marina que dice nuestro Pedro Mir en su canto de despedida a Carmen
Natalia—nuestra última Gran Musa—que, como Salomé, en el decir de Moreno,
“guardó su arpa de oro en el infinito”...
Pedro nos dice, en su canto funeral a Carmen Natalia, que En Macorís hay flores en la Isleta cuando la
tarde cae junto al Higuamo...
Excelencia: un 18 de Enero,
Gastón impulsó, con brazo fuerte, la barca de Caronte. Ya había realizado su siembra, pero en cambio
la vida le negaba la felicidad. ¿Cuál
el resultado de esa siembra en el cenáculo de sus discípulos? ¿Cuál la respuesta de éstos?
Responder es difícil si se
atiende al desmoronamiento material y espiritual de Macorís del Mar en la
Basilea del Azúcar. ¿Se esfumaría, en el
viento, la fuerza de su canto?
El Dr. Moscoso Puello, en peregrinación
al cementerio, en aniversario que organizara el Centro Hermanos Deligne, hizo
una amarga evaluación, entonces, de esta comunidad. Y al final del discurso preguntaba Moscoso,
“deligniano” de talla: “¿Cuándo llegará la hora en que nos toque venir a
rescatar estos muertos ilustres para que descansen en la verdadera patria?”....
Pero hoy venís a sembrar
esperanzas, al levantar esta estatua. A Macorís le consta cuanto habéis
realizado ya, pero interpreta que vuestra justicia a Deligne implica una reafirmación
por vuestro interés de gobernante en los dramáticos problemas de esta región,
destruida desde el punto y hora en que el tratamiento colonialista de las
empresas eliminó al “colono, caído en las sirtes descritas por Moscoso en
“Cañas y Bueyes” y que sigue desangrándose por los efectos de un sistema
impositivo que extrae de Macorís los más altos tributos, que nunca revierten,
con la proporcionalidad necesaria, en esta comunidad estragada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario